De la fiebre por volver al campo, de la que ya apenas se habla, ha quedado el poso que la inició. El inconformismo y cansancio por el mundo presente. Un estado de no-esperanza que trata de recuperarla huyendo de la voracidad de las ciudades y una forma de activismo que nos impulsa a querer cambiar nuestra vida de raíz. Ahora que el polvo se ha asentado y vemos más definidas las siluetas, está claro que muchos de los proyectos vitales -y de negocio- que surgieron en los medios rurales liderados por urbanitas, se basaban en un elemento intangible pero omnipresente para nuestra generación: la nostalgia.
Sabemos de sobra que cualquier tiempo pasado no siempre fue mejor, pero nuestra mente es una fábrica bien lubricada de historias y es capaz de convencernos, a base de pura repetición, de que un recuerdo borroso y en blanco y negro es perfectamente cierto. Es normal sentir nostalgia por los veranos en el pueblo. Es más que comprensible añorar la infancia en general, que tiende a ser una época abarrotada de emocionante efervescencia y encantadora inopia ante los problemas del mundo y la adultez. El problema está en que toda vuelta al pasado, lo hace a un mundo ideal, aderezado por nuestra percepción. Las historias se completan con lo que nos gustaría que fueran. O con lo que consideramos que otros oídos van a disfrutar más. Escenas más emocionantes, más dramáticas. Paisajes más floridos y casas de pueblo con olor a canelones con tomate. Los personajes –en este punto ya no podemos llamarlas personas– se vuelven más valientes, más interesantes, más pletóricos. Yayas risueñas, satisfechas a más no poder, con una vida dedicada a los cuidados por amor, rellenando sus anhelos a base de manjares para su prole. Y voilà, el pasado es ahora más deseable que un presente que aprieta con responsabilidades y duelos de todo tipo y que nos pide ser nuestra mejor versión en un contexto cambiante y lleno de incertidumbre.
La nostalgia tiene una cara rancia y obtusa que idealiza sin haber analizado todas las aristas ni escuchado todas las voces y que corre el riesgo de generar un exceso de orgullo –personal o colectivo– difícilmente accionable. Sin embargo, tiene otra que mira al pasado de manera más crítica. Identificando aquello que culturalmente hemos hecho bien en dejar atrás –que no es poco– y atesorando lo que nunca deberíamos haber olvidado. Una cara que, con el lenguaje y los medios actuales, nos permite explorar de qué manera los futuros perdidos de los que hablaba Fisher1 aún podrían alcanzarse.
La dificultad, y por eso andamos siempre de un lado a otro, está en saber diferenciar entre una y otra. Qué fácil es caer en el arrullo de una historia de infancia rural y feriante que de repente ¡zasca! Es una oda a la familia tradicional. O formar parte de un retiro rural (¡qué pintoresco!2) que se vuelve una pantomima donde cada paisano cumple con su papel. Ante la duda, queda la pausa para analizar, discernir y sacar conclusiones como acto de pura resistencia. Nos queda, incluso, la posibilidad de cambiar de opinión.
❖ Nostalgia bien
No podía escribir esta carta sin dar algún ejemplo de proyecto que recurre a la nostalgia, no para volver al pasado, sino para darnos esperanza por el futuro.
Llevo unas semanas detrás de La Escuela de los Pueblos que, en sus propias palabras: “Es un espacio formativo-experiencial, con dos objetivos principales: la formación de promotores de vida que favorezcan la revitalización y defensa de nuestros territorios, y la creación de un espacio de formación para el movimiento social que sirva para fortalecer los lazos entre los entornos rurales y urbanos, su respeto y conocimiento mutuo, imprescindible para la supervivencia de ambas partes.”
Actualmente, se encuentran haciendo un Goteo (ya han llegado al mínimo y van a por el óptimo) así que os lo dejo por aquí si queréis saber más.
❖ El valor sentimental como forma de aferrarse
No puedo dejar de mirar la serie Fadenschein de la artista Helena Hafemann que, a su manera, también habla de la nostalgia. De cómo nos aferramos a ella para recuperar algo que se ha roto, aunque ya nunca pueda volver a ser lo mismo.
“Al unir los fragmentos con hilo de coser, congelo el momento de la rotura, o la aparente desintegración del plato de porcelana. Con la serie Fadenschein, quiero crear pequeños momentos de irritación en los que uno se pregunta si el tiempo realmente avanza constantemente o si es posible que, solo por esta vez, pueda reconstruir un plato roto.”
Hasta aquí esta Vereda. Espero que la primavera se sienta allá donde estéis y que os deis vuestros buenos paseos. Nos vemos en la próxima 👋
-https://filco.es/hauntologia-mark-fisher/
Guiño al libro “Canto yo y la montaña baila” de Irene Solà