Vivir en el campo. Vivir del campo. Vivir sin el campo.
Una sola palabra transforma la naturaleza de la relación. Vivir del campo implica una interdependencia directa. Tu trabajo depende del territorio y tu día a día está profundamente ligado a la tierra. Uñas con barro. Ropa tintada de uva. Vivir en el campo, por otra parte, habla del lugar que habitas, pero no cuenta el cómo. Dónde pasas la mayor parte de tu día, de qué depende tu sustento y con quién te relacionas física o virtualmente. Quienes por mucho que pasen los años, seguimos teniendo la etiqueta de neorrurales, solemos caer en esta última categoría. Se suele olvidar, sin embargo, que muchos de los autóctonos merecen la misma preposición. Quienes trabajan en fábricas, escuelas u oficinas en la ciudad. Que no pasan el día en la huerta, ni en la viña. Que no viven del pueblo, sino en él. Están también quienes durante la semana ni siquiera lo habitan, y en su lugar, emplean cada momento libre para visitarlo por el vínculo emocional y familiar que les une al territorio.
Qué inútil y tedioso caer en el ranking de quién es el mejor habitante. Quién es más del pueblo. Quién tiene más derecho. Y por inútil y tedioso que sea, me encuentro a veces cayendo con todo el equipo y analizando mis derechos y privilegios con respecto a los demás cuando trastocan mi equilibrio y mis costumbres en el espacio físico. Aquello que habías asumido como normal y tuyo. Qué fácil es caer en contradicciones y qué difícil reconocerlo.
El buen-habitar de los medios rurales se me antoja más exigente que el de las ciudades y no porque estas carezcan de retos, sino porque lo pequeño incrementa las oportunidades de demostrar tu valía y el hueco se siente más vacío cuando no lo rellenas con tu presencia. Las ciudades son más laxas con el pasotismo. Quizás esperen menos de ti, no porque te necesiten menos, sino porque el anonimato se convierte en parte intrínseca del habitar sus espacios y con ese anonimato viene la indiferencia y el eso no va conmigo. El pueblo llama literalmente a tu puerta y reclama tu presencia de mil maneras diferentes. Pero tú no siempre puedes. No siempre quieres. Y es entonces cuando llega el verbo debería y el sustantivo culpa. Y otras veces quieres y todo revienta de ganas y con ser y estar, te sobra.
Y tras este cansancio de categorías y cajas en las que meterse, hay que saber que existe también la opción de no tener que elegir. De probar a vivir en el pueblo a veces y para el pueblo o del pueblo otras. Incluso, en ocasiones, vivir sin el pueblo. Al fin y al cabo, si algo caracteriza esta vida (neo)rural, es que hibrida entre mundos. Te cambia, pero no hace desaparecer tu esencia urbana y caótica. Genera tensiones y te tiene perdida buena parte del tiempo y a la vez otorga el privilegio de mirar, extrañarte y moverte con menos ataduras.
Es también probable que sin arraigo estemos condenadas a un mundo en el que sólo flotemos ingrávidas (término de Marc Badal en su “Geografías de la ingravidez”) y que el precio de habitar sin tocar suelo sea demasiado alto. Reconozcamos entonces que por mucha experimentación y sueño que queramos traer a los medios rurales, no podemos olvidarnos de hundir las manos en el barro y seguir dando pasos serenos y fuertes sobre la tierra.
Estamos en ese momento en el que una se puede volver loca dándose un paseo de tanto verde y tanto sol. Espero que tengáis la oportunidad de disfrutarlo. Nos vemos en la próxima Vereda 👋
Qué cansancio de reparto de rangos y privilegios, qué distintas escalas de valores y criterios!
Gracias, Esther, por tus reflexiones y experiencias; me gusta mucho leerlas.
Geografías de la Ingravidez