Vereda #42. El apaño
Empecé a observar minuciosamente cada detalle de esta casa la primera vez que entramos en ella, sabiendo que por fin era totalmente nuestra. Agradecí que mi profesión me hubiese dotado de buenas dosis de imaginación extra y capacidad de abstracción. Resulta tremendamente romántico hablar de una casa que tiene más de 100 años, pero un siglo entero para la gente de a pie, significa adaptar como buenamente puedas los avances que cada época te va trayendo. Cuando llegamos, el espacio hablaba de un cambio en la manera de entender el construir. Del adobe y la piedra al ladrillo. De la madera a la viga de hierro. Piezas de plástico aquí y allá, tuberías de plomo y, como no podía ser de otra manera, la maldita uralita. Hablaba también de un cambio en la forma de habitar. La llegada del agua corriente, con su fregadera, su baño y su lavadora a manivela. Fantasías que hicieron más digerible la tarea de quienes cuidaban —las mujeres— y que dejaban ahora su huella más bien feísta en forma de tuberías cara-vista en los lugares más insospechados.
Y por supuesto, está el apaño. Ese acto precipitado por la prisa, la escasez y sobre todo, la pura necesidad. Un taco de madera que deja abierta la ventana para que entre la luz justa. Una plancha de metal a medio poner que hace de tejadillo para que no se mojen las gallinas. O un muro improvisado de ladrillos con huecos por todas partes por los que correría el aire que secaba los chorizos. Del apaño no se espera que sea bello. De hecho, raro sería llamarlo apaño si nos deleitara a la vista. Diríamos más bien que es una solución ingeniosa.
Tampoco se espera de él que sea longevo. ¿Quién contaría con que esa cinta que tapa una fuga en la manguera viviera para contar nuestras hazañas a futuras generaciones? Una se conforma con que dure unos años, unos meses o incluso unos días. Si por su naturaleza o por pura suerte sobrevive el paso del tiempo, serán otras las personas que lo observarán e imaginarán los porqués de aquella decisión. Puede que directamente lo juzguen desde la distancia como un acto zaborrero que no merece empatía alguna. Al menos eso me digo cuando revisito algunos de los apaños con los que hemos aderezado este fragmento de historia de la casa que nos ha tocado vivir. Apaños que, dicho sea de paso, cada vez me son más invisibles. Y es que esa es otra de sus insignias. Recién hecho parpadea ante ti como una luz de alarma, haciendo que te replantees tus decisiones, pero su existencia se irá difuminando hasta desaparecer por completo.
A mucha gente le gusta hablar de la excelencia como si formase parte de la naturaleza humana. Que si excelencia literaria y excelencia en el diseño. Que si ser excelente hablando en público o pintando un cuadro. Pero yo lo que veo en el mundo de carne y hueso son apaños por todas partes. Con más tino y con menos. Una historia de remiendos que nos dan un respiro hasta que tenemos la energía, conocimiento y herramientas para dar con una solución más definitiva.
Esta Vereda acaba aquí. El resto que sean paseos y naturaleza. Nos vemos en la próxima 👋